lunes, 4 de abril de 2011

¿Compartimos?

Cuando volvemos del viaje más importante de nuestra vida, con nuestros niños en brazos traemos siempre algo más que ropa para lavar: Los recuerdos de rostros que seguramente nunca volveremos a ver y a los que, sin embargo, estaremos ligados en nuestra memoria. El sabor del agua. El perfume del viento. El sonido de la vida al comenzar la mañana. La textura del pan. El calor de la gente. El sonido de los pasos en la escalera. El eco de las voces de los vecinos.Los gatos que nos miraban cada mañana, sorprendentemente hermosos en medio de la nada. Los pájaros que sobrevolaban nuestro coche por la carretera. La sonrisa de aquella camarera...

Es curioso cómo la memoria almacena las cosas más insignificantes, las que con el paso del tiempo se volverán claves para recordar. Volveremos una y otra vez al otro lado del mundo, cada vez que un olor nos lleve en una mágica transportación, a otro momento y otro lugar; cada vez que una voz nos sacuda el polvo del paso del tiempo y nos coloque de nuevo allí.

Pero además, de forma subrepticia, nos traemos con nosotros La Maletita. Un equipaje indeseado pero inseparable de nuestros hijos. Ya lo decía en otro post: son las heridas del corazón que vienen con ellos.

No vamos a hablar de grandes problemas. Sin embargo, si me gustaría ofrecer lo poco que he aprendido en mi propia familia y en las que me sirven siempre de ventana a la realidad. Hay pequeñas cosas que se repiten con bastante frecuencia. Saberlas, haberlas oído como normales, ayuda a enfrentarlas y superarlas.

Cuando los niños salen del orfanato un cataclismo sucede en sus pequeñas vidas. De repente, o con una transición muy breve en el mejor de los casos, se ven arrancados de lo que ha sido su hogar hasta ese momento. Sus vínculos y sus apegos, mayores o menores, desaparecen de su vida sin remedio. Sus hábitos y sus costumbres, sus rutinas, tan importantes para los niños y su desarrollo en seguridad y equilíbrio, son sustituídas por otras totalmente distintas. Sus compañeros, hermanos de vida hasta entonces, desaparecen para siempre. Y así, ellos, tan pequeños y vulnerables, se ven de pronto inmersos en un mundo ajeno por completo, en el que deben encajar y que debe encajar también en ellos, en su mundo interior, tan devastado a veces.

Los adultos que vivimos el proceso desde el otro lado, sabemos que todo este dolor es el inevitable precio de la felicidad. Que lo que les espera al otro lado de esta muralla, es mejor que lo que tenían. Pero hasta los niños maltratados muestran apego hacia sus verdugos y sufen cuando se tienen que separar de ellos.

Nuestros niños tienen que empezar a caminar por un sendero absolutamente extraño, en el que nada se corresponden con lo conocido y del que nada o poco entienden. Si son afortunados y sus padres han sido capaces de aprender para ellos, algo del idioma en que siempre se comunicaron, al menos podrán escuchar los sonidos familiares y expresarse mejor desde el principio. Si no es así, perderán incluso eso: la capacidad de expresarse y ser entendidos de verdad.

Por eso, quisiera recoger esas historias que cada familia tuvo que vivir al principio o no tanto, de la vida en común. Esos comportamientos difíciles de entender aisladamente y aún más difíciles de enfrentar de la misma manera.

Creo que muchos de los que leeis este blog teneis amplia experiencia en este sentido. Os invito a que vuestra experiencia nos ayude a recopilar estas pequeñas historias. Si lo compartís conmigo en la parte de comentarios, yo la subiré en forma de post, de forma anónima, para que todos podamos aprender de ella. Así, detalles como las manías a la hora de comer, o dormir, en el contacto físico, la relación con los extraños, o las mascotas, o tantas otras cosas podrán ser comprendidas mejor por todos los que navegamos en el mismo mar de la maternidad adoptiva.

Gracias por adelantado.

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