jueves, 14 de junio de 2012

Y tú ¿de quién eres?

De pequeña mi infancia estuvo ligada a un pueblo. Uno de esos pueblos extremeños, de casas blancas impolutas, de calles estrechas y sinuosas; un pueblo con olor a café, a aceite de oliva recién prensado, a roscas y magdalenas del horno de leña. Era un lugar especial. Un pueblo limpio y paciente, en el que el verano se dajaba caer como desmayado, acomodándose entre las encinas y las parras, atorrando las losas de la plaza. Monroy es además un pueblo con castillo. Un castillo medieval como los que poblaban los cuentos de mis libros. Con torreones y murallas, con foso y con misterios. Un maravilloso lugar en el que descubrir la vida sin prisa y sin obligaciones.

Nosotros vivíamos a su sombra. El patio de la casa que vio nacer a mi madre, que construyó mi abuelo con sus propias manos, se llenaba del sonido de las cigüeñas haciendo "gazpacho" en sus nidos. Las golondrinas y los gorriones atravesaban el cielo veloces como saetas, persiguiendo insectos. Y a veces, en los momentos más felices, escuchaba en la calle, subiendo, el resonar de los cascos de los caballos que volvían del campo.

Hablar de Monroy siempre me hace volar a mi infancia. Y hoy, me han llevado hasta allí mis hijos. Cuando llegábamos, la primera aventura para nosotros, niños de ciudad, era salir hasta la plaza, comprar una de esas barras enormes de pan blanco, de miga gruesa y sabrosa y corteza crujiente como una galleta. Salíamos, deslumbrados por el sol blanco y enorme y atravesábamos la calle, felices. Y, como cada año, éramos sometidos al ritual más común. Las abuelas del lugar se nos acercaban y después de escudriñarnos un rato nos preguntaban:

-Y tú ¿de quién eres?

Al principio no sabíamos qué responder a esa pregunta. Nunca nos habíamos preguntado a quién pertenecíamos. Nos quedábamos sin sabes qué decir. Pero la experiencia es un grado y después de varios viajes ya sabíamos perfectamente cuál era el protocolo en estos casos:

-Yo soy de La Mari, la de Tío Costuras (por ejemplo).

Había que definirse, dar la filiación y para terminar de aclarar bien la situación, incluir el apoyo ancestral que disipaba todas las dudas.

Me acordado de esto porque hace poco hablaba de la sensación que tengo de que mi hija es eso, mía. Pero esta vez, el asunto circulaba en el otro sentido, el que quizás, analizamos menos y es si cabe, más importante. Esta mañana mis hijos han protagonizado un debate acerca de esto de la pertenencia. Mi hijo mayor es muy cariñoso. Con sus ocho años, oscila entre una preadolescencia que empieza a querer asomar (socorro!) y un perfil de osito amoroso que me deleita hasta el alma. De pronto, mientras yo trataba de decidir qué menú ponerles para el recreo; algo que según él debe "comerse muy rápido para poder jugar a fútbol" y según mi hija "no puede ser sandwich, plátano, yogurt, manzana, zumo, bocadillo...". Total que en ese momento se me cuelga de una pierna como un perezoso. Yo, que no desperdicio ni un abrazo, le hago arrumacos y trato de seguir con lo mío prescindiendo de mi pierna. Y desde la mesa del desayuno escucho a la pequeña que observando la situación, informa a su hermano: "Mamá, es MIA". Inmediatamente, el niño se agarra más fuerte y tras sacarle la lengua contesta "De eso nada. Es MIA". Y ahí comenzó el debate. "Mamáaaa, ¿a que eres MIAAA?" "Nooo, es MIIIIIA".

Claro que lo soy. Soy de ellos como ellos son míos. Porque se nos ha quedado pegadita el alma y ya no veo dónde acaba la suya y dónde empieza la mía. Pero que me lo recuerden así, para empezar la mañana, es como una inyección de alegría que me hace caminar por las horas con los zapatos de hacer las cosas bien. Ellos nos hacen suyas y eso es lo mejor que a una madre le puede pasar.
:-)))


1 comentario:

Anónimo dijo...

¡Qué sorpresa¡ :-)
Aunque eso de mi ciudad natal me suena a que ya no vienes mucho por aquí. Y si lo haces ya sabes... por aquí andamos.

Vitoria - Extremadura - Canarias - Oriente - ¿¿??

Un abrazo
Itsaso