martes, 25 de febrero de 2014

El refugio primigenio

"Era un niño pequeño. Con esa pequeñez absoluta de los bebés tristes. Tenía los ojos negros, brillantes como puntas de estrellas. Y el pelo de suave hilo de algodón. Tenía miedo. Miedo de aquella nada grande que le rodeaba. Y frío. Un frío duro que se le clavaba en las costillas.
Lloró entones con toda la fuerza de su pequeño pecho. Con esperanza, con rabia, con desolación...lloró hasta que ya no le quedaron fuerzas. Hasta que el cansancio le venció. Otra vez.. Después no lloró más. El dolor se volvió ajeno y el miedo se volvió delgado como una mantita, pegándose a su piel".


Cuando nacemos lo hacemos con pocos mecanismos de defensa. Apenas terminados de hacer nos lanzamos al mundo tan inmaduros y vulnerables como pocos mamíferos en el planeta. Dependemos de nuestras madres para sobrevivir en un entorno hostil. Nuestra única arma es la voz. Un mecanismo de alarma que pone en movimiento a nuestro alrededor a nuestros proveedores de alimentos, calor y amor. Nuestra madre en primer término y nuestro padre. Después, todo el clan.

Cuando lloramos, sobrevivimos. Cuando un bebé lloraba en una cueva primitiva, era atendido y cuidado. El llanto equivalía a leche tibia. Un bebé que no llorase, probablemente moriría. Claro que, un bebé en una cueva, nunca habría sido relegado a un rincón, por muy calentito que este fuera. Un bebé primitivo sólo, habría llorado y atraído a los depredadores. Habría muerto quizá de frío o devorado. Y las madre primitivas nunca se plantearon nada más.

Ahora a nuestros niños no se los comen los dientes de sable si los dejamos en la cuna. Pero su instinto les dicta que la cercanía es seguridad. Por eso la reclaman. Y por eso se la damos. Un bebé que crece con la tranquila certeza de los brazos protectores es un bebé confiado y feliz.

¿Pero qué pasa cuándo ese refugio primigenio falta? Nuestros hijos adoptados en muchos casos, han tenido que sobrevivir a fuerza de autosuficiencia. Consolando sus miedos con arrullos propios. Aplacando su necesidad de contacto succionando sus propios dedos de forma compulsiva, meciéndose... Olvidando qué era lo que esperaban y nunca llegaba.

Después, aprenden a no querer consuelo, ni contacto. A no esperar refugio ni brazos amorosos. Y se cubren de un caparazón duro y pesado. Se curten en la desesperanza. Programan su cerebro para no necesitar. Y van eliminando los patrones de reconocimiento de refugio y paz que los abrazos significan.

Un día, llegan a casa. Y de pronto todo cambia. Su férrea barrera de protección contra la realidad se ve invadida por extraños que llegan con otra forma de estar cerca. Invadiendo sus corazas. Bañándoles en atenciones y afectos inusitados. Y los niños, desprovistos de su instinto primario, no saben qué hacer con ellos.

Hay pocas cosas más tristes que un bebé, un niño, que pasa por la vida sin refugio. Sin el calor primigenio de unos brazos en los que todo consuelo es posible. Son nuestros niños que lloraban hasta la extenuación sin brazos que los acunasen y aprendieron a conformarse en su dolor, en su hambre o en su miedo.

Todavía hay quien cree que todos los niños son iguales, independientemente de cómo han llegado a nnuestra vida. Pero no es verdad. Es una triste y enorme equivocación. Nuestros niños son como los supervivientes de un naufragio: valientes y fuertes, los que soportaron y vivieron. Pero también los que llevan las cicatrices de todo lo pasado.

Yo solía pensar que la adopción podía traer asociados algunos problemas que el amor, la atención y el cuidado podrían soventar. Pensaba que serían los asociados a la constatación del abandono en algún momento de su vida; al reconocimiento de la pérdida cuando fueran capaces de darse verdadera cuenta de ello. Pero no sabía apenas nada de las otras heridas.

Mi hija ha tardado cuatro años en reconocer mis brazos como refugio. Cuatro largos e interminables años en los que he sentido el hueco entre mis brazos y he visto su soledad sin poder hacer nada para remediarla. Ahora la mezo. La mezo porque sí, sin razón ni motivo. Sólo tratando de aplacar alguna llaga de soledad que aún le sangra. Y ella, al fin, se deja hacer, riéndose encantada y divertida de jugar a ser aquel bebé que no fué amado. Y a mi, aquel tiempo cada día me duele más...




3 comentarios:

Anónimo dijo...

Se que a mi hija su llanto un día le salvó la vida. Y su llanto me sobrecoge, pero qué llore, prefiero que llore porque llorar es reclamar, es gritar aquí estoy y eso me ha dolido y mucho... su llanto, a veces parece un aullido, me duele... pero que llore y llore porque ahora si tiene quien la consuele, quien la abrace... aunque lo rechace tiene unos brazos que la van a sostener. Ojala el llanto le ayude a limpiar ese agujero negro.

Y si si que duele ese tiempo oscuro donde olvidó a llorar.

Itsaso

Ana dijo...

"Nuestros niños son como los supervivientes de un naufragio: valientes y fuertes, los que soportaron y vivieron. Pero también los que llevan las cicatrices de todo lo pasado."
No podías haberlo expresado mejor, olé por nuestros niños y por todo lo que aprendemos de ellos cada día.

Jusemi dijo...

Desde el dia que me presentaron el expediente se mi peque, me di cuenta de que es un guerrero.. a mi me duele saber que le falto ese abrazo y consuelo a tan temprana edad, me duele saber que apesar de ser sociable tiene ese caparazon del que hablas.