martes, 14 de abril de 2015

CELOS CELOS CELOS







No importa el planteamiento previo. Ni las previsiones anticipadas. Ni la buena voluntad-intenciones-propósitos que se dediquen a priori. La llegada de un nuevo hermano a la casa es una debacle emocional para el veterano.

Es cierto que, como en todo, hay caracteres y caracteres. Y que, también es cierto, hay edades y edades. Y que no todo los casos son exactamente iguales. Pero también lo es que los celos son inherentes a la inseguridad y que hacer sitio en tu vida para un competidor directo, no es nada sencillo.

Cuando los hermanos llegan, los niños que esperan suelen estar arropados en el proceso, por una serie de sentimientos e ilusiones que giran alrededor de perspectivas muy atractivas. Los pequeños, tanto si sus padres esperan un hijo biológico, como si están adoptando, viven escuchando a sus mayores hablar de lo estupendo que será ese momento. Tendrán alguien con quien jugar, serán hermanos mayores, podrán cuidarle y le querrán mucho.

A veces, también reciben otro mensaje mucho menos tranquilizador, que no acaban de entender muy bien, en medio de un panorama tan apetecible: “Mamá y papá no van a quererte menos cuando llegue el hermanito o la hermanita. Aunque tengamos menos tiempo para ti, seguirás siendo nuestro niñito querido para siempre.” Esto siempre se dice con una intención positiva, tratando de preparar a los niños para lo que nosotros prevemos que va a suceder. Pero el mensaje que reciben es bien distinto. Sin acabar de entender porqué, ellos empiezan a percibir una amenaza escondida tras la deseada llegada. Y los nervios empiezan a nacer, poniendo sus pequeñas y perniciosas larvas en la mente de los niños que observan como las cosas, de forma sediciosa, van cambiando a su alrededor.

Sin embargo, generalmente, el sentimiento que sigue dominando es el de excitación. Y la ilusión. Como si el gran acontecimiento que se avecina fuera como un nuevo día de Reyes especial para ellos. Los pequeños, acostumbrados en buena medida a que la vida se mueva a su alrededor, se organice en torno a ellos, esperan el gran día con emoción protagonista.

Y llega el momento. Los acontecimientos se precipitan y ellos están en segunda fila, esperando con más o menos ansiedad que todo cobre sentido. Nerviosos, expectantes...


Vamos a imaginarnos el mejor de los escenarios: unos padres atentos que saben dar atención a los dos hijos, que conservan tiempo en exclusiva para los dos, que no han dejado que la vida se vuelva demasiado diferente para el primogénito. Los padres se desviven por demostrar que siguen amando incondicionalmente a su hijo y sin embargo, los celos aparecen, a veces subrepticiamente y se dejan sentir con todo su peso.

Y es que, te lo vendan como te lo vendan, el fundamento único e inevitable de la formación de una familia es compartir. Hay que compartir a mamá, que pasa mucho tiempo con el recién llegado. Hay que compartir a papá, que tiene que repartir el tiempo que antes era solo para él, con el pequeño invasor. Hay que compartir la casa y respetar normas que antes no existían, porque el nuevo duerme a la hora de jugar y no se puede hacer ruido, porque no se puede entrar en esa habitación si está descansando, hay que hacerse un poco más mayor un poco más rápido porque el nicho de bebé que antes se seguía ocupando de vez en cuando, ahora está ocupado permanentemente...Mil pequeños o grandes cambios que marcan de forma dramática el devenir de los días.


Otras, son grandes nubes oscuras que acompañan a los pequeños haciendo que su vida les parezca menos luminosa que antes.

Para los padres puede ser muy doloroso ver cómo su hijo sufre por una situación que para ellos debería ser un precioso momento de felicidad. Cuando los niños son pequeños parece que en nuestras manos están todas las claves de su bienestar y de su felicidad. Sabemos cómo calmarlos cuando lloran, cómo hacerlos reír cuando están tristes y cómo conseguir que se sientan tranquilos y protegidos. Pero al crecer, cuando son capaces de elaborar sentimientos más complejos, esta capacidad se va diluyendo. Hay una parte de nuestro hijo que queda fuera de nuestro control. Ellos comienzan a ser responsables de sus propias emociones y a nosotros nos queda el trabajo de enseñarles a gestionarlas.

Los celos son una emoción muy humana. Muy dolorosa y, ciertamente en algunos momentos, inevitable. Pero los celos, como todas las demás emociones humanas también pueden ser una herramienta de crecimiento. Es duro ver a nuestros padres compartir con un recién llegado lo que hasta entonces solo era nuestro.



Los celos pueden regalarnos regresiones, tristezas o furias incomprensibles aparentemente, hiperdependencia, terrores nocturnos, eneuresis o encopresis, cambios en el apetito... todo síntomas del malestar por el que atraviesan nuestros hijos.



Y se pueden manifestar en momentos inesperados. Incluso pueden aparecer cuando ya pareciera que todo está superado, renaciendo con mayor intensidad.
Además, aunque lo más habitual y los más exacerbados suelen ser los manifestados por los hermanos mayores hacia los más pequeños, hay que recordar que también puede suceder en la otra dirección: los pequeños pueden tener celos devastadores hacia los hermanos mayores. Ya decíamos que es una de las emociones humanas por antonomasia.

Y ante este panorama, ¿qué podemos hacer?

Lo primero y más importante es enseñar a los niños a ponerle nombre a sus emociones. A reconocerlas y aceptarlas sin reproches. No es malo sentir celos. Es solo humano. Un sentimiento más que hay que aprender a distinguir y admitir.

Si enseñamos a los niños el camino para enfrentarse a ese sentimiento sufrirán menos. Por una parte, hay que hacerles ver que incluso en los momentos en que el protagonista de lo que sucede es el nuevo pequeño, ellos siguen teniendo su lugar. La necesidad de sentir que siguen perteneciendo intensamente a esos momentos es muy poderosa y si no es satisfecha puede crear mucha frustración. Los niños pueden aprender que, sin necesidad de protagonizar los momentos del hermanito, pueden seguir siendo parte de ellos. Por ejemplo, hacer que colaboren de alguna manera, darles alguna responsabilidad si lo desean puede ser una buena idea.

Algunos niños no quieren este tipo de inclusión. Es ese caso, creo que lo mejor es enseñarles a esperar su propio momento, y sobre todo, a saber verbalizar lo que les está pasando acompañándoles en ese aprendizaje.

<“Cuando sientas celos, puedes decirme lo que te está pasando y, en cuanto termine, te daré el abrazo que necesitas”

A veces, algunos niños se avergüenzan de sentir celos, seguramente porque han escuchado muchas veces ese término de manera negativa y como reproche. Entonces, se puede utilizar otro tipo de expresión. Si les explicamos bien qué son los celos, ayudándoles a entender que no son malos por sentirlos y que todo el mundo los siente alguna vez, los niños estarán dispuestos a reconocerlos. Y cuando los reconozcan, el objetivo es que sepan solicitar ese plus de atención que necesitan en ese momento sin enfados, berrinches o conductas poco apropiadas:



“Mamá, estoy sintiendo un poco de pena. ¿Me das un abrazo?”

Estas cosas no harán que los celos desparezcan, desengañémonos. Pero sí harán que el proceso hasta acomodarse en la nueva forma de ser parte de la familia, sea más sencillo para los niños, menos doloroso. Y que se sientan comprendidos y no apartados por sus sentimientos negativos.

Pero ¿qué pasa cuando el hermanito que llega no lo hace de forma biológica?

Pues la verdad, es que, como en tantos otros aspectos de la formación de nuestras familias, tampoco los celos son lo mismo.

Cuando un bebé recién nacido llega a casa ocupa un lugar muy concreto, muy predecible y físicamente muy pequeño. Su cuna, su carro o los brazos de papá y mamá son el espacio en el que siempre está: ubicable, predecible. Para cuando crezca y ese nivel de “intrusión” se amplie, el bebé no será ya un desconocido.

Pero cuando un hermano llega después de un proceso de adopción, en la mayoría de los casos es mucho más mayor. Y cuanto mayor es esta edad, más amplio es su ámbito de influencia, el espacio en el que se moverá.

No es lo mismo compartir la casa con un bebé inmóvil en una cunita, que con un niño que recorre nuestro espacio haciéndolo suyo, toca nuestros juguetes, se interpone en nuestra actividad y es del todo incontrolable para nosotros. Además de la invasión emocional que siempre conlleva el hermano, se añade una gran invasión física.

Sin ir mucho más allá en el análisis, ni entrar en los casos más especiales y complicados, también es cierto que la adopción suele entrañar complejidades añadidas en el proceso de inserción en la familia que los niños viven en primer grado.

Es más fácil aceptar y querer desde el primer momento a un bebé indefenso y diminuto, dispuesto a reír con nuestras pedorretas que hacerlo con un niño desconocido que coge nuestras cosas, se sube encima de nuestros queridos y hasta entonces privados padres y al que, probablemente ni siquiera entendemos cuando habla.


Es más difícil, más repentino y más intenso. Pero el proceso es igual. El sentimiento de inseguridad y celos es el mismo. Y la necesidad de entenderlos y controlarlos también. A nosotros, como siempre, nos toca acompañar, ayudar y comprender. Y esperar que, con el paso del tiempo, se conviertan en algo manejable e inofensivo.



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